Artículo original de Fabián Capecchi.
El abuso policial y el racismo, son como una mancha imposible de ocultar. Por más que la escondan, o la maquillen siempre termina viéndose.
No hay rincón del país que no haya sido sacudido por el crimen cometido contra George Floyd por funcionarios policiales, pero este abuso no ha sido ni el primero ni el último. La reacción de la sociedad ha sido contundente, tanto así que sus ondas sísmicas han llegado hasta latinoamérica, donde también los abusos policiales de todo tipo sirven como excusa para reprimir las libertades humanas.
El mes pasado, la policía mexicana detuvo a Giovanni López, un albañil de 30 años, por no usar una mascarilla facial, mientras los espectadores pedían su liberación. Su cuerpo fue descubierto más tarde en el hospital, y una autopsia reveló que la causa de la muerte fue un traumatismo cerrado en la cabeza.
En Argentina, los oficiales golpearon y detuvieron a Luis Espinoza, un jornalero de 31 años, durante una operación en mayo para garantizar que se siguieran las medidas de cuarentena. Su cuerpo fue encontrado en una zanja después de una búsqueda de una semana. Nueve policías han sido detenidos en relación con la investigación en curso.
Y en Venezuela, un abogado defensor de los Derechos Humanos llamado Henderson Maldonado fue amarrado a una columna, golpeado y torturado por la siniestra Guardia Nacional Bolivariana al intentar defender a varios pacientes renales que reclamaban su derecho de llegar al hospital para hacerse diálisis, pero alegando la cuarentena querían extorsionarlos.
Manifestantes en Río de Janeiro, Brasil, pidieron el fin de la brutalidad policial después de que João Pedro Matos Pinto, de 14 años, fuera asesinado durante una redada policial. Los manifestantes llevaban carteles de Black Lives Matter en un eco de los acontecimientos en los Estados Unidos.
Algunos gobiernos latinoamericanos han emprendido recientemente esfuerzos para extender las protecciones a los agentes de policía. Por ejemplo, Perú promulgó una ley que elimina el requisito de que el uso de la fuerza debe ser proporcional. En Chile el año pasado, después de semanas de manifestaciones masivas, durante las cuales las Naciones Unidas dijeron que la policía y el ejército cometieron violaciones de derechos humanos, el presidente Sebastián Piñera presentó un proyecto de ley para "fortalecer la protección de las fuerzas de seguridad".
Con el coronavirus extendiéndose rápidamente por la región y los gobiernos promulgando políticas para tratar de contenerlo, incluidos los toques de queda y los bloqueos obligatorios, la policía siente que su papel de dominador mediante la fuerza ha sido legitimado.
Toda América comparte un vergonzoso pasado de esclavitud, tanto de la población negra como de la indígena (solo en inglés). Lo asombroso es que 400 años después las sociedades se nieguen a evolucionar utilizando el mismo esquema de amos, esclavos y los encargados de someterlos físicamente. La policía en este país tiene sus raíces en los grupos de hombres blancos que sometían a latigazos a los esclavos (solo en inglés) en las plantaciones, los perseguían y/o torturaban cuando escapaban antes de la guerra civil. Las similitudes y métodos son innegables. Esto tiene que terminarse, hay que poner un punto y aparte a esta abusiva forma de relacionarse.
Sin duda los policías son parte del problema, pero ellos son apenas un eslabón de una larga cadena de complicidades que llega hasta las mismas raíces de cada sociedad.
Cuando se actúa como dominadores negándole a los demás el respeto y los derechos más elementales se resquebraja la base sobre la que descansa la libertad y la democracia.
El Sierra Club, consciente de que todos los seres humanos somos iguales y tenemos los mismos derechos apoya a movimientos como Black Lives Matter, pues es necesario que comience a sanar de una vez esa terrible herida que arrastramos desde hace hace ya demasiado tiempo llamada racismo.