Foto: Javier Sierra
Por Hop Hopkins
La semana pasada, mi familia y yo asistimos a una manifestación interconfesional en Los Angeles, en defensa de las vidas negras. Realizamos un ritual grupal en el que hicimos ruido durante nueve minutos para marcar los últimos momentos de la vida de George Floyd. Mi esposa, mi hija mayor y yo tocamos tambores africanos para marcar esos nueve minutos con el ritmo de un corazón latiendo. Da-dum, da-dum, da-dum, una y otra vez.
Mientras tocábamos los tambores, me di cuenta de cuán difícil es realizar cualquier actividad física durante nueve minutos seguidos. La mayoría de nosotros no podemos siquiera sentarnos completamente quietos sobre las posaderas durante nueve minutos; si alguna vez has meditado, entiendes por qué se refieren a sentarse como práctica.
Mientras me costaba mantener mi postura y preservar el ritmo, pensé en el nivel de compromiso que se requiere para subyugar a alguien durante nueve minutos seguidos. Darme cuenta de esto me horrorizó. El policía que ha sido acusado de asesinar a George Floyd tenía que haber estado profundamente comprometido a arrebatarle su vida. El oficial de policía tuvo tantas oportunidades de aliviar la presión, de dejar vivir a George. Aun así, el oficial tomó la decisión de no hacerlo.
Pasar nueve minutos seguidos arrebatándole el aliento a otra persona: Eso es lo que el supremacismo blanco le hace a la gente blanca. Eso es lo que el supremacismo blanco nos hace al resto, también. El supremacismo blanco nos roba a cada uno nuestra humanidad. Causa que la gente blanca vea a la gente negra como infrahumanos. Cada uno de esos policías que vio morir a George estuviera convencido de que el hombre contra el suelo era infrahumano, de algún modo desechable.
De otro modo, ¿cómo podrían mantenerlo aprisionado durante los nueve minutos enteros? ¿Cómo podrían convencerse de hacerlo?
Durante las protestas y marchas en las calles de las últimas semanas, muchas personas llevaban carteles en los que se leía "El Racismo Nos Está Matando”. No es una exageración decir que el racismo y el supremacismo blanco nos hace daño a todos, porque además de arrebatarnos nuestra humanidad, el racismo también está matando al planeta que todos compartimos.
Una idea —una deuda de décadas— está creciendo dentro del movimiento ambiental. Es algo así: "Nunca detendremos el cambio climático sin acabar con el supremacismo blanco”. Este argumento ha ingresado en el espacio de la recreación y la conservación gracias al liderazgo de los pueblos negros, indígenas y demás pueblos de color dentro del movimiento de la justicia climática. La idea ha adquirido una fuerza renovada a medida que los miembros del movimiento ambiental nacional hacemos lo que podemos para representar a George Floyd, Breonna Taylor, Tony McDade, y todas las personas negras que siguen viviendo y siendo sometidos a la violencia policial.
Sé que mucha gente tiene problemas con la idea de que abordar las crisis ambientales deba implicar desmantelar el supremacismo blanco. En las reuniones del Sierra Club, algunas personas me oyen decir algo así y piensan, "Maldita sea, ¿luchar contra el cambio climático no era lo suficientemente difícil ya? ¿Ahora tenemos que acabar con el racismo y el supremacismo blanco también? ¿De verdad, viejo?"
Entiendo ese sentimiento de estar abrumados. Es una gran carga. Es mucho por sostener. Todos tenemos suficientes deberes que hacer sin sentir que estamos asumiendo incluso más deberes.
Pero quiero compartir otra perspectiva desde la cual podemos observar este momento. En realidad, creo con todo mi corazón —incluso tras toda una vida de pensar y hablar sobre estos problemas— que nunca sobreviviremos a la crisis climática sin acabar con el supremacismo blanco.
¿Por qué? No puede haber cambio climático sin zonas de sacrificio, y no puede haber zonas de sacrificio sin gente desechable, y no puede haber gente desechable sin racismo.
Estamos en este aprieto ambiental global porque hemos declarado desechables partes de nuestro planeta. Las cuencas en las que fracturamos la tierra para extraer gas son desechables. Los barrios cerca de donde vivo en Los Ángeles, rodeados de campos petrolíferos urbanos, son desechables. La propia atmósfera es desechable. Cuando contaminamos un lugar hasta el límite, ese es un modo de decir que el lugar —y la gente y el resto de los seres vivientes que lo consideran su hogar— no tienen valor alguno.
Para tratar los lugares y recursos como desechables, la gente que vive allí tiene que ser tratada como basura también. Las zonas de sacrificio implican gente sacrificada. Solo piensen en el Callejón del Cáncer en Louisiana. La población es mayoritariamente negra. Lo llaman el Callejón de la Muerte, (https://www.enddeathalley.org/) porque tantas personas negras han muerto debido a los venenos que emanan de nuestra economía de extracción. O piensen en la situación en la Nación Navajo, donde las minas de uranio envenenaron los pozos y las aguas subterráneas, y donde las plantas de carbón han envenenado el aire durante décadas. O consideren el Sur de Chicago, donde yo solía vivir, que durante años fue un vertedero de coque de petróleo (un subproducto de los combustibles fósiles), y donde los residentes aún luchan contra las enfermedades relacionadas a la contaminación. He vivido en muchos lugares, y casi todos los sitios en los que he vivido han sido convertidos en vertederos por los grandes contaminadores.
Devaluar las vidas de la gente negra e indígena para amasar riqueza para las comunidades blancas no es nuevo. Los colonos blancos iniciaron ese proyecto en el siglo XV, cuando llegaron a Norteamérica. La mayoría de los pueblos nativos de Norteamérica vivía en una relación regenerativa con la naturaleza; tenían cuidado de no abusar los recursos de la tierra. Los colonos tenían otra ética. Buscaban dominar y controlar. Talaron los bosques vírgenes y araron las praderas para abrir campo a su trigo y sus reses. Casi llevaron el bisonte a su extinción en una táctica calculada de tierra quemada como parte de un plan de limpieza étnica más grande. Como la científica y autora Potawatomi, Robin Wall Kimmerer, describió en un ensayo reciente, “la idea indígena de que la tierra es un regalo comunitario [se reemplazó] con el concepto de la propiedad privada, mientras la batalla entre la tierra como hogar sagrado y la tierra como capital tiñó el suelo de rojo”.
¿Cómo pudieron los colonos blancos convencerse de hacerlo?
Lo hicieron contando cierta historia sobre los pueblos nativos, una historia que decía que los pueblos nativos eran menos “civilizados” que los colonos blancos, y, por lo tanto, merecían ser aterrorizados y expulsados de sus tierras. Esta doctrina del descubrimiento fue una creencia religiosa de muchos colonos europeos. La doctrina indicaba que cualquier tierra “descubierta” por cristianos era suya debido a la inherente inferioridad de los pueblos no cristianos. Eventualmente, esta perniciosa idea se convirtió en ley en Estados Unidos. En 1823, la Corte Suprema en el caso Johnson v. M’Intosh dictó que “el principio de descubrimiento” le otorgaba a las naciones europeas un derecho absoluto sobre las tierras del Nuevo Mundo”.
No es secreto que nuestro país fue construido sobre la base de la esclavitud de la gente negra, el robo de la tierra de los indígenas y su casi exterminio. Las instituciones de Estados Unidos, desde nuestro gobierno hasta las universidades de la Ivy League fueron construidas sobre una base de trabajo forzado y cuerpos robados. El interés compuesto sobre las ganancias de esa esclavitud se convirtió en la base de la riqueza intergeneracional de las comunidades blancas—la riqueza intergeneracional que perpetúa la inequidad económica con bases raciales hasta el día de hoy.
Pero el pasado no ha pasado. El racismo estructural continúa 150 años después de la abolición de la esclavitud, solo que en nuevos modos. Como Michelle Alexander escribió en su libro número uno en ventas, The New Jim Crow, el supremacismo blanco ha evolucionado a lo largo de las generaciones. Tras la esclavitud vino la deuda-servitud del mediero. Luego de que la era de Jim Crow fuese derrocada por el movimiento de derechos civiles, el complejo industrial de prisiones y la guerra contra las drogas (léase: la guerra contra la gente negra) ocupó su lugar.
¿Cómo está conectado todo esto con las crisis ambientales de hoy? Todo es parte de la misma historia de deshumanización. Los megacontaminadores globales que crearon el Callejón del Cáncer son solamente la última evolución de la mentalidad explotadora del colono blanco que taló los bosques y aró las praderas. Y así como los colonos tuvieron que creer y contar historias para deshumanizar a la gente que mataron, saquearon y aterrorizaron, los sistemas extractivos de hoy solo pueden funcionar deshumanizando a las personas. En ese entonces, teníamos la doctrina del descubrimiento, y, hoy, es la doctrina del neoliberalismo que dice que está bien valorar algunas vidas más que otras, que está bien que algunas personas cuenten con aire limpio mientras otras tienen dificultades para respirar.
Los crímenes pueden estar escondiéndose a plena vista, pero muchas personas blancas los internalizan para ignorar cómo estos sistemas de violencia e inequidad se manifiestan en nuestra sociedad. Cuando se trata del racismo, muchas personas blancas son como peces nadando en el agua: el supremacismo blanco es tan ubicuo que es difícil incluso percibir que está allí.
Los más ricos necesitan que el supremacismo blanco permanezca invisible, para que puedan continuar saqueando nuestro planeta. Necesitan estas zonas de sacrificio, y el racismo que las justifica, o no tendrán donde arrojar su basura y su contaminación. De este modo, el supremacismo blanco sirve para dividir a las personas trabajadoras blancas de las personas trabajadoras negras. El 1% de la población puede sacrificar comunidades enteras usando, más o menos, los mismos métodos que los colonos usaron: dividiendo a las personas en categorías raciales y dirigiendo el peor abuso a las personas en la parte baja de la jerarquía racial que fabricaron. Hay un término para esto: se le llama punching down, o golpear hacia abajo.
Este punching down usualmente llega en forma de culpa. Los medios y la cultura popular comúnmente transmiten una versión retorcida de la vida negra y muestran que las comunidades de color han causado sus propios problemas. Muchas personas (al menos la mitad de los republicanos, de acuerdo con una encuesta) creen que las personas pobres lo son porque ser “perezosos.” Desde ahí, no hay que dar un gran salto para creer que “algunas personas” merecen vivir junto a una planta de carbón, que merecen morir de cáncer, que sus hijos merecen vivir con asma.
A los blancos de clase trabajadora se les cuenta una historia de que algo así nunca podría pasarle a ellos. Desde la fundación de este país, las élites han conspirado para dividir a la gente pobre y trabajadora por raza. Tan solo piensen en la Rebelión de Bacon, cuando un rico colonizador blanco lideró un grupo multirracial de sirvientes contratados y personas esclavizadas en una misión de violencia contra tribus locales. Luego, asustados por el levantamiento multirracial que había destruido el capitolio estatal, los líderes de Virginia empezaron a ofrecerles más derechos y privilegios a los sirvientes contratados blancos, para evitar que se aliasen con la gente africana esclavizada y se alzasen contra sus gobernantes. Les ofrecieron condiciones levemente mejores a las personas negras que explotaban, para evitar que vieran qué tenían en común con los pueblos africanos e indígenas esclavizados.
El mismo trato racista —“podrás ser pobre, pero al menos no eres negro”— está vivo y coleando en Estados Unidos hoy en día.
Ahora, quienes contaminan les dicen a las familias blancas de bajos ingresos: “Solo alguien que no merece nada mejor para sí mismo y su familia elegiría vivir en un lugar tan contaminado como el Callejón del Cáncer”. Si se arremangan y se esfuerzan por trabajar, dice la historia, los blancos pueden salir de la pobreza y la injusticia ambiental que sufren junto con las personas negras. Porque, después de todo, al menos no son negros.
En la era Trump, los mensajes que culpan a las personas negras de nuestra propia persecución provienen incluso de la Casa Blanca. La administración Trump trata de explicar el hecho de que las comunidades negras están muriendo desproporcionadamente debido a la COVID-19 señalando las condiciones de salud preexistentes, y aun así ignora que esas condiciones de salud son resultado de generaciones de racismo. La administración ignora el hecho de que las industrias que causan asma están ubicadas en barrios negros. Ignora el hecho de que vivir en una sociedad que trata a las personas negras como infrahumanas causa estrés sobre el corazón, literal y metafóricamente. De acuerdo con la Escuela de Sanidad Pública de Harvard, “Ser una persona de color en Estados Unidos es malo para su salud”. Puesto de otro modo, la única condición preexistente de las personas negras es ser negras.
Y sigo pensando, ¿cómo pueden seguir haciéndolo?
Pienso que la respuesta tiene que ver con las historias que muchas personas blancas se cuentan a sí mismas. Historias que muchas veces se reducen a una percepción de que las personas negras siempre son culpables y los policías (o la corporación) siempre tienen razón. Historias que justifican que “él no debió haberse resistido al arresto”.
Si todo esto aparenta ser una narrativa demasiado conveniente, les pido que recuerden el Huracán Katrina. Posteriormente a la tormenta, las personas negras que simplemente buscaban suministros esenciales fueron descritas como “saqueadores”. Las personas blancas que hicieron lo mismo resultaron estar en busca de “pan y agua”. Les pido que recuerden a Eric Garner y Dylan Roof. Eric Garner fue asfixiado por la policía hasta morir por vender cigarrillos individuales. Dylan Roof asesinó a nueve personas negras durante un grupo de estudio bíblico en su iglesia. Luego de ser arrestado, la policía le compró una comida en un Burger King de camino a la comisaría.
¿Me entienden?
Al dividirnos en categorías raciales y clases económicas, el 1% nos impiden ver que el 99% de nosotros compartimos los mismos problemas. Al concentrar su explotación de los recursos y contaminación en las comunidades negras y las familias de clase trabajadora, los grandes contaminadores han comprado el silencio y la colusión de los estadounidenses blancos.
Pero tengamos algo claro: el privilegio blanco no ofrece escape alguno del caos climático. Nadie que lea esto va a ganarse un puesto en el transbordador de SpaceX a Marte (si creen que así será, es porque el supremacismo blanco lo llevan metido en sus cabezas). La tierra es el único planeta que tenemos. Y, gracias a quienes contaminan y se lucran al explotar las comunidades negras y latinas, estamos en el proceso de hacerla inhabitable.
Cuando Amy Cooper, una mujer blanca, tiene un encuentro con un hombre negro que está observando aves en el Central Park y llama a la policía, eso es supremacismo blanco. Ella hizo de la policía un arma, y la utilizó para aterrorizar racialmente a alguien. Ella sabía lo que estaba haciendo. Ella sabía que su amenaza tenía poder porque su objetivo, Christian Cooper, entendía la relación histórica entre la policía y las personas negras.
Cuando una corporación de oleoductos llama a la policía para reprimir a los indígenas protectores del agua en Standing Rock, eso también se trata de supremacismo blanco. Es similar al incidente Amy Cooper-Christian Cooper, pero en una escala sistémica en la que una compañía de combustibles fósiles hace de la policía un arma para aterrorizar racialmente a las gentes indígenas.
Cuando a una niña en East Oakland le da asma debido a la contaminación de los autos ya que su barrio está rodeado por autopistas, eso es supremacismo blanco.
Cuando el Oleoducto de Acceso de Dakota se construye a lo largo terrenos indígenas porque las comunidades blancas vecinas lucharon para que no lo fuera en las suyas, eso es supremacismo blanco.
Cuando Estados Unidos emite contaminación de carbono al aire, sabiendo que la gente en los países que han contribuido mucho menos a la crisis climática se enfrentará a las peores, eso es supremacismo blanco.
Cuando los grandes contaminadores tratan de comprar nuestra democracia para poder seguir ganando dinero devaluando las vidas de la gente de color, eso es supremacismo blanco.
Pueden elegir —como sociedad podemos elegir— vivir de un modo distinto. En efecto, debemos hacerlo. Si nuestra sociedad valorara las vidas de todas las personas igualmente, no habría ninguna zona de sacrificio en la que emitir la contaminación. Si todos los lugares fueran sagrados, no habría un Callejón del Cáncer. Encontraríamos otras maneras de hacer avanzar la ciencia y de crear riqueza compartida sin envenenar a nadie. Encontraríamos un modo de compartir igualmente tanto los beneficios como las responsabilidades de la prosperidad.
Los críticos de la exigencia negra por justicia e igualdad gustan responder diciendo “todas las vidas importan.” Es cierto, importan. De hecho, ese mismo es el argumento de las arengas y carteles y banderas en las calles. Tras siglos de opresión, la insistencia sobre la dignidad negra es un grito por los derechos humanos universales. Si las vidas negras importasen, entonces todas las vidas importarían.
Sé que lo que he expuesto son muchos puntos por conectar. Puedo imaginarlos a ustedes pensando, “OK, entonces, ¿cómo acabamos con el supremacismo blanco?”
Me gustaría tener todas las respuestas, pero no las tengo. La respuesta queda para que todos nosotros la averigüemos juntos.
Todo lo que sé es que, si el cambio climático y la injusticia ambiental son el resultado de una sociedad que valora algunas vidas y no otras, entonces ninguno de nosotros estamos a salvo de la contaminación hasta que todos nosotros estemos a salvo de la contaminación. El aire sucio no se detiene en los límites de un condado, y la polución de carbono no respeta fronteras nacionales. Siempre y cuando sigamos dejando a quienes contaminan sacrificar a las comunidades negras y latinas, no podremos proteger el clima global que compartimos.
También sé que siempre y cuando la policía pueda arrebatar vidas negras, entonces ninguno de nosotros estaremos realmente seguros. Sigo volviendo al asesinato de George Floyd, los nueve minutos que un policía tardó en detener el latido del corazón de George. Sigo preguntándome, una y otra vez, ¿cómo pudieron convencerse de hacerlo?
Y ahora les pregunto a ustedes, ¿qué van a hacer al respecto?
Hop Hopkins es director de Alianzas Estratégicas del Sierra Club