Cuando Donald Trump dijo que los inmigrantes vienen a “infestar” esta sociedad, no iba de farol.
El 25 de noviembre quedó más que claro cuando su Patrulla Fronteriza, ante los ojos horrorizados del mundo civilizado, lanzó cartuchos de gas lacrimógeno a miembros de la caravana de inmigrantes, incluyendo a mujeres y niños, que intentaban cruzar la frontera.
La administración tuvo meses para preparar la llegada de estos refugiados mayormente de Honduras, El Salvador y Guatemala, en busca de asilo. Pero su respuesta fue rechazar cualquier posibilidad de solicitar asilo, contraviniendo la ley federal y la Declaración Universal de Derechos Humanos, de la cual Estados Unidos es signatario. Trump, en cambio, avivó las llamas xenofóbicas y racistas que le caracterizan, envió tropas a la frontera y les autorizó a abrir fuego si fuera necesario.
Sin evidencia alguna más que sus propias fantasías, Trump alegó que entre los 6000 inmigrantes, había más de 500 “peligrosos criminales”, acusó falsamente a los migrantes de atacar a los agentes fronterizos e infló grotescamente la criminalidad de los inmigrantes indocumentados que ya viven en el país.
Al trasladar a la frontera el clima de histeria y caos que caracteriza a su administración, Trump logró que el país en general no se hiciera la pregunta clave de este drama: ¿Qué empujó a miles de desesperados a abandonar sus comunidades y lanzarse con sus hijos a cuestas a un éxodo hacia una quimera a más de 3000 millas de distancia?
Esta compleja respuesta incluye pobreza (Honduras es el cuarto país más pobre de América Latina), violencia (Honduras y El Salvador están a la cabeza de los países más violentos de la región), corrupción (Honduras es el quinto país más corrupto del Hemisferio Occidental) y el factor menos discutido, la crisis climática.
Honduras, El Salvador y Guatemala han sufrido devastadoras sequías agravadas por el cambio climático que están haciendo inviable la agricultura de subsistencia que mantiene a millones de personas. Tras el colapso de al menos dos cosechas consecutivas, estos agricultores solo ven una salida: emigrar hacia el norte. Según el Banco Mundial, el ascenso de las temperaturas y el clima extremo propios del calentamiento global van a forzar a casi 4 millones de centroamericanos a emigrar a Estados Unidos en los próximos 30 años.
Pero a Trump no se le puede importunar con la amenaza de la crisis climática, para él, un cuento chino. En los últimos días su temerario rechazo de esta amenaza existencial llegó a niveles desesperantes cuando su propia administración emitió el Segundo Volumen de la Evaluación Climática Nacional.
El sombrío reporte elaborado por 300 científicos y 12 agencias federales advierte que si Estados Unidos no ataca la crisis climática de lleno y reduce tajantemente sus emisiones de combustibles fósiles, las consecuencias tanto económicas como sociales serán ruinosas. Esto incluye la pérdida anual de cientos de miles de millones de dólares, la reducción drástica de las cosechas, y las muertes prematuras de miles de personas debido al calor extremo. Además, la subida del nivel del mar ocasionaría pérdidas inmobiliarias por valor de $1,3 billones (trillions en inglés), especialmente en los estados del Golfo de México.
A preguntas de cuál era su opinión sobre el informe, Trump dijo: “No me lo creo,” quizá confiando de nuevo en su “agudo instinto” más que en el consenso científico mundial.
Viendo las desgarradoras imágenes de niños en pañales escapando del gas, es difícil contener las lágrimas. Pero algo más que mi instinto me dice que a partir enero, su show de histeria y caos no continuará impunemente.