Homo homini lupus es un proverbio latino usado para ilustrar la crueldad con la que el ser humano puede llegar a comportase con otros miembros de su especie. Significa el hombre es un lobo para el hombre, y me vino a la mente tras leer el artículo de John Gibler en la revista Sierra sobre el asesinato que conmocionó al mundo de la activista hondureña Berta Cáceres el 2 de marzo de 2016.
Armado de coraje y ansia de justicia, Gibler viajó a Honduras un año después del crimen en busca de respuestas en un país en que cerca de 130 activistas sociales y ambientales han sido asesinados desde 2010 —con casi completa impunidad. Y sus conclusiones son tajantes.
“El estado hondureño administra el despojo y la muerte. Es un estado criminal, que administra el terror,” acusa Gibler a un gobierno impuesto tras el golpe de estado militar de 2009, y se lamenta de que las autoridades sigan negándose a indagar quién ordenó y financió el asesinato.
Cáceres, la defensora de los derechos indígenas más relevante de su generación, fue asesinada en su hogar de La Esperanza por un grupo de sicarios tras haber recibido decenas de amenazas de muerte y encabezar una lista de señalados en poder del ejército hondureño.
La activista pagó con su vida haber liderado una valiente campaña contra la construcción de una represa hidráulica en el río Gualcarque, en terrenos propiedad de la etnia indígena lenca. El crimen causó tal indignación y furia internacional que el gobierno golpista se vio obligado a investigarlo. Ocho individuos, incluyendo ejecutivos de la compañía constructora, DESA, miembros del ejército y varios sicarios, han sido acusados de perpetrar el asesinato. Y como primicia mundial, Gibler logró acceso a la transcripción de la confesión de uno de ellos, el exsargento Javier Hernández.
“La policía tiene audios en los que [Hernández] alardea sobre otros homicidios y discute con [otro implicado] [Mayor Mariano] Díaz acerca de lo que pareciera ser la logística del asesinato de Cáceres. Y confirma, usando sus sobrenombres, la identidad de los hombres que irrumpieron en la casa de Cáceres y le dispararon: Heriberto Rápalo y Oscar Torres”, escribe Gibler en su exposé.
“Las ocho personas acusadas representan claramente la cooperación entre DESA, cuya directiva está formada por miembros de la élite hondureña, el ejército, exsoldados y asesinos a sueldo”, me dice Gibler. “Esto es terrorismo estatal totalmente normalizado”.
Pero lo que más impresionó a Gibler durante su visita a Honduras fue “la inquebrantable valentía y determinación” de los defensores de los derechos indígenas hondureños en su desafío a un enemigo infinitamente más poderoso.
“Estos ambientalistas están en primera línea defendiéndose contra el despojo golpista”, dice. “Estos héroes me impresionaron con su energía, compromiso, creatividad, con la riqueza de organización social que existe en Honduras que redefine el concepto de valentía”.
Es esta valentía en parte lo que le valió en 2015 a Cáceres el Premio Goldman, reconocido como el Nóbel de la ecología, el cual galardona a individuos que arriesgan incluso la vida para proteger el medio ambiente en el que viven.
Sin embargo, los deudos de Cáceres —su hija, su madre, sus amigos— rechazan definirla simplemente como una ambientalista. Según su mejor amiga, la también activista Miriam Miranda, Cáceres se definía a sí misma como “agitadora de oficio” en una sociedad en la que impera la injusticia y el abuso.
Gibler escribe que “durante las manifestaciones y vigilias por el primer aniversario de su muerte, la gente repetía una y otra vez: ‘Berta no murió, se convirtió en millones’”.
Los lobos acabaron con su vida, pero sin querer inmortalizaron su legado de valentía y sacrificio.