El Papa Francisco pasó por Washington, DC, como un vendaval de aire fresco. Y tras de sí nos dejó un rosario de inolvidables oraciones. Y entre todas, yo me quedo con ésta: “Me alegro de que América siga siendo para muchos la tierra de los ‘sueños’.”
Para el Pontífice “América” significa mucho más que Estados Unidos. Es el continente que se extiende desde la Antártica hasta la Tierra del Fuego.
“Nosotros, pertenecientes a este continente, no nos asustamos de los extranjeros, porque muchos de nosotros hace tiempo fuimos extranjeros”, dijo dirigiéndose al pleno del Congreso Federal. “Les hablo como hijo de inmigrantes, como muchos de ustedes que son descendientes de inmigrantes”.
En estos tristes tiempos en los que los inmigrantes, especialmente nosotros los hispanos, nos hemos convertido en la piñata de políticos de almas vacías e ignorancia plena, las palabras del Santo Padre corren como un bálsamo por mis venas de inmigrante.
Soy inmigrante por partida doble. Cuando era niño, mis padres me llevaron de Chile, mi cuna, a España, mi país de adopción. Y años más tarde, acabé cruzando el Charco una vez más en busca de mi sueño. Hoy soy chileno-hispano-gringo. O como lo llama Francisco, americano.
Pero este sueño contrae una extraordinaria responsabilidad, nos dice el Pontífice, rechazando el egoísmo del ahora que ya tengo lo mío, piérdete extraño. En varios de sus discursos, el Papa nos recordó la fundamental importancia del bien común, de la generosidad de abrir camino para el que viene detrás.
“Este bien común incluye también la tierra, tema central de la Encíclica que he escrito recientemente para ‘entrar en diálogo con todos acerca de nuestra casa común’,” dijo el Pontífice. “Necesitamos una conversación que nos una a todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos impactan a todos”.
En palabras más que gentiles, evitando herir las sensibilidades de los numerosos negacionistas que pueblan el Congreso, Francisco instó al coraje de los legisladores para “reorientar el rumbo” y evitar las catastróficas consecuencias del cambio climático causado por la actividad humana.
“Estoy convencido de que podemos marcar la diferencia y no tengo alguna duda de que los Estados Unidos –y este Congreso– están llamados a tener un papel importante”, dijo el Pontífice con tono humilde y palabras de fuego.
Y digo fuego porque en los últimos 15 años, ese mismo Congreso ha sido el mayor obstáculo para la lucha contra el cambio climático, no sólo en Estados Unidos, sino en el mundo entero. Intento tras intento de aprobar leyes que confrontaran eficazmente el reto más serio de la humanidad ha fracasado gracias al incansable cabildeo de la industria de combustible fósiles y sus cientos de millones de dólares en contribuciones electorales.
En su Encíclica Alabado Seas, Francisco escribe: “Que los seres humanos destruyan la diversidad biológica en la creación divina; que los seres humanos degraden la integridad de la tierra y contribuyan al cambio climático; que los seres humanos contaminen las aguas, el suelo, el aire. Todos estos son pecados”.
Y los que más sufrimos las consecuencias de estos pecados, como muy bien denuncia el Papa, son los países en desarrollo y las minorías de las naciones desarrolladas. Es decir, nosotros los latinos.
“El cambio climático es un problema que ya no podemos dejar a una futura generación”, advirtió el Papa en la Casa Blanca instando al mundo entero a actuar ahora, sin dilación.
En su rosario de oraciones, esta lección de moralidad debemos recordarla por el bien del futuro de la humanidad.