(English follows)
En esta pandemia, siento que todos estamos a merced del más incompetente de los líderes.
Estados Unidos ya es el país con más casos del mundo de COVID-19, la peor pandemia en un siglo que se expande imparable dejando un rastro de muerte y caos económico. Si no se toman medidas drásticas, como el confinamiento obligatorio de la población, un estudio del Imperial College de Londres predice que el saldo mortal en Estados Unidos ascendería a 2,2 millones de personas. La administración, por su parte, predice que “si todo lo hacemos bien” —un enorme “si”— el saldo podría limitarse a menos de 200.000 muertes.
¿Cómo hemos llegado a esta pesadilla? Hasta principios de 2017, Estados Unidos poseía el mejor sistema del mundo de combate contra las pandemias, según el Indice Global de Seguridad Sanitaria. Desde entonces, la administración Trump lo ha desmantelado sistemáticamente.
En enero de 2017, su administración ignoró modelos facilitados por funcionarios de Obama que advertían sobre una potencial pandemia procedente de China, peor que la epidemia de gripe de 1918. En 2018, despidió al equipo de respuesta a pandemias adjunto al Consejo de Seguridad Nacional. Y ese mismo año, eliminó el sistema de detección de pandemias del Departamento de Seguridad Nacional.
En menos de tres meses, Donald Trump ha pasado de decir que el coronavirus lo tenía “totalmente bajo control”, que desaparecería como “un milagro”, que los casos se reducirían a “cerca de cero”; a finalmente declarar que “nadie” podía haber previsto esta pandemia.
La realidad es que en enero y febrero, su administración ignoró repetidas advertencias del sistema de inteligencia de que la amenaza del coronavirus obligaría al gobierno a tomar medidas urgentes y drásticas para combatirla. Ahora, Trump, cambiando totalmente su posición, advierte que nos esperan tiempos “muy dolorosos”.
Ese dolor será al menos algo aliviado con la aprobación del Congreso del mayor estímulo económico de la historia de Estados Unidos, $2 billones (trillions). Sin duda hará falta más asistencia financiera, pero se debe centrar en rescatar al público, no a la industria petrolera.
Mientras tanto, cuando todos recibimos con congoja las noticias de la pandemia, la administración Trump ha aprovechado para intensificar su ataque contra las protecciones a la salud pública y el medio ambiente:
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Ha debilitado drásticamente las restricciones de contaminación del aire y el agua.
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Ha socavado los estándares de limpieza de los vehículos.
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Ha acelerado la construcción del destructivo muro fronterizo, exponiendo a centenares de trabajadores al coronavirus.
El vacío de liderazgo de Trump (“No me responsabilizo de nada”, dijo) lo están cubriendo varios gobernadores estatales. Los de los estados más castigados por la pandemia —Andrew Cuomo de Nueva York, Jay Inslee de Washington, Gretchen Whitmer de Michigan o Gavin Newsom de California— luchan desesperadamente para aplanar la curva; es decir, limitar lo más posible el número de casos para no exceder la capacidad de los hospitales.
Para ello, todos debemos cooperar siguiendo las recomendaciones de los expertos:
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Mantener la distancia social a por lo menos dos metros y evitar reuniones masivas.
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Recluirse en casa lo más posible y solo salir para comprar comida u otros artículos esenciales.
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Mantener al máximo la higiene personal, especialmente lavándose las manos con frecuencia al menos 20 segundos.
Evitar en lo posible el contagio es crucial para que tengan éxito los heroicos esfuerzos del personal médico contra el virus, a riesgo de sus propias vidas. Reconozcamos también a los otros héroes anónimos —los empleados de supermercados, de restaurantes, los repartidores de paquetes y el resto de trabajadores, abrumadoramente personas de color, cuya labor es crítica para evitar el colapso social.
Contra esta plaga de incompetencia federal, tenemos el remedio de la solidaridad y la generosidad. Usémoslo.
A Plague of Incompetency
In the midst of this pandemic, I feel we all are at the mercy of a most incompetent leader.
The US is already the country with the most cases of COVID-19, the worst pandemic in a century, which is overwhelming countries and leaving behind a path of death and economic chaos. If we all fail to take drastic measures, such as mandatory home confinement, an Imperial College of London study predicts that the death toll in the US would be up to 2.2 million. The Trump administration, on the other hand, forecasts that “if we do things almost perfectly” — a huge “if” — the death toll would be fewer than 200,000.
How did we all arrive at this nightmare? Up until early 2017, the US possessed the world’s best pandemic-fighting system, according to the Global Health Security Index. Ever since then, the Trump administration has been systematically dismantling it.
In January of 2017, the administration ignored models handed over by the Obama administration warning them about a potential pandemic coming from China, worse than the 1918 Flu Pandemic. In 2018, Trump fired the US Pandemic Response Team embedded in the National Security Council. That same year, he eliminated the early warning system for pandemics at the Department of Homeland Security.
In less than three months, Trump has gone from saying we have it “totally under control,” to assuring us that it would disappear like “a miracle,” to predicting the number of cases would be reduced to “close to zero”, to finally declaring that “nobody” could have predicted this pandemic.
The reality is that in January and February, his administration ignored repeated warnings from its intelligence services that the coronavirus threat would force the government to take urgent and drastic measures to fight it. Now Trump, completely reversing his position, is warning the country that “very painful” times lie ahead.
The pain will at least be somewhat alleviated by the passing by Congress of the largest stimulus package in US history, $2 trillion worth. Undoubtedly, more financial help will be needed, but the focus must be bailing out the people, not fossil fuel corporations.
Meanwhile, as we all follow the pandemic news with anguish, the Trump administration has exploited the situation to intensify its onslaught on public health and environmental protections, as follows:
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Has drastically weakened air and water contamination restrictions.
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Has rolled back clean-vehicle standards that reduce pollution and fuel costs.
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Has accelerated the construction of his destructive border wall, putting hundreds of workers in danger of being infected with the coronavirus.
Fortunately, governors across the country are filling Trump’s leadership vacuum (“I don’t take responsibility at all,” he quipped). The governors of the states most punished by the pandemic — Andrew Cuomo of New York, Jay Inslee of Washington, Gretchen Whitmer of Michigan, and Gavin Newsom of California — are desperately fighting to flatten the curve; that is, limiting as much as possible the number of cases so as not to exceed hospital capacity.
That’s why we all need to cooperate by following the experts’ recommendations:
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Keep a social distance of at least six feet and avoid big gatherings.
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Stay at home as much as possible, leaving only to shop for food or other essentials.
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Follow personal hygiene directives, such as washing your hands often and for at least 20 seconds.
Keeping the contagion to a minimum is crucial for the success of the heroic efforts of healthcare personnel who are risking their lives to save ours. Let’s also acknowledge those other unsung heroes — the grocery, restaurant, delivery, and farm workers, overwhelmingly people of color, whose efforts are essential to avoid social collapse.
Against this plague of federal incompetency, we have the remedy of solidarity and generosity. Let’s use it.